

Cerrar los ojos y batirme a duelo con la esperanza de encontrarme frente a frente con él y que lea en ellos cuánto amor le tuve. Esperar sentir las emociones de mi “Milagro de Abril” cuando lea ese poema que está sobre un aparador y que nunca desdobló. Esperar que mi hijo José Manuel acerque su cara cuando yo amago un beso y comerme su dulzura que aún conserva a pesar de sus veinticuatro años. Ser abrazada y tiernamente olfateada por mi hijo Gabriel, como si volviera a nadar en mis aguas entrañables y husmeara mi amor, como un gatito, detrás de mis orejas. Recordar las largas cadenas de crochet que mi abuela Elba me enseñaba siendo una niña, sentada a su lado, mientras ella cosía en la vieja máquina de hierro, en la que bordaba sueños de retazos y extendía sábanas de humo, con su cigarro al borde de los labios. Cerrar los ojos y, ahora que ya no está, acariciar con el recuerdo su piel blanca y sus manos impecables, apoyar mi cabeza en su regazo y dormirme en el subeibaja de su panza, ese mundo de creación de generaciones enteras, refugio de mis travesuras; abarcándolo con mis manos pequeñas reteniendo un universo de simpleza en el marco del paisaje de su patio, entre el mango y el mamón. Entrecerrar entre mis manos el cuerpo pequeño de mamá y sentir exactamente lo mismo que sentía cuando era una niña: su aroma impregnado entre las paredes de la casa donde fortifiqué mi alma. Dormir una siesta de primavera correntina, sin sueños, con la mente en blanco. Ver acabado un poema. Caminar por la calle sin el peso de las miradas prejuiciosas, presentando de frente y sin deudas, una libertad espejada en la experiencia y constelada de convicciones contra el viento. Chupar una naranja y que el jugo chorree por mi cara y en mis manos quede el olor dulzón de una tarde de quinta y laguna, traslucida en un sol contagioso de verano. Llegar a casa, después de un día duro y ponerme el pijama. Andar descalza, pisando el suelo, desgarbando las sombras y destiñendo las formas de la soledad. Escuchar o leer los “vieja, te amo” de mis hijos, su entrega en mi agonía, sus cuidados sin miedo y sin asco, sin reproches y alzarlos en mis sueños para volar y desandar y volver a andar el arcoiris del amor incondicional y verdadero en una amalgama imperecedera de sangre, dolor, tacto, señales, legado y carne para pertenecernos más allá del infinito.